6 de noviembre de 1998

BELICE: EN EL OJO DEL HURACAN



Llevábamos cuatro días en Belice después de viajar por la bella Guatemala. Esa misma noche encontramos debajo de la puerta de la habitación del hotel una nota escrita en inglés donde se ordenaba evacuar de inmediato y salir al día siguiente. Había amenaza de alerta por lo próximo que se encontraba el huracán. En 48 horas se preveía que se acercaría a la zona donde nos hallábamos, en Cayo San Pedro.



El huracán era de fuerza mayor, con nivel cinco, el que causa más calamidades. Al poco de levantarnos, pagamos el hotel y nos dirigimos al aeropuerto para reservar dos billetes en una de las avionetas que salían esa misma mañana. La oficina de Tropic Air, la compañía aérea de la isla, no disponía de billetes. Todo se encontraba colapsado, sólo atendían las reservas del momento por lo que fue imposible obtener asientos para ese día. Reservamos para la mañana siguiente, pero nada más pensar que debíamos estar esperando un día más y con las avionetas abarrotadas, no nos dio la sensación de poder volar seguros. En el aeropuerto, toda la gente dibujaba un cuadro de histeria. Gritaban como locos por irse y los niños no dejaban de llorar, contagiados por el nerviosismo de los adultos.

Volvimos al embarcadero ya que cabía la posibilidad de que vinieran las barcas de salvamento, pero nadie sabía lo que se demorarían, así pues tuvimos que quedarnos allí, en manos del destino, sin saber cuando podríamos salir y el tiempo apremiaba. La mayoría de habitantes de Cayo San Pedro se encontraba en la cola del embarcadero. Durante más de ocho horas, cerca de mil personas estuvimos esperando de pie, en un estrecho muelle de madera sobre el agua. Todos parecían relajados, dando muestras de entereza, a pesar de tener que dejar sus casas sin saber si volverían algún día a ellas ni en que estado las encontrarían.


A lo lejos empezaron a avistarse las barcas y al poco la primera de ellas partió cargada sobre todo de mujeres y niños, como es lógico en estos casos, pero yo quise quedarme. Cuando la tarde languidecía, después de pasar horas de sol, lluvia y tensión, pudimos subir a bordo de lanchas enviadas por el equipo de salvamento de la Marina para llegar a la capital. En el horizonte, donde rompía la barrera de coral, se oía el rumor del oleaje y el azul intenso del mar se transformaba en un color grisáceo que nos hacía respetar el misterio de la madre naturaleza. Sorteábamos las olas agarrándonos fuertemente a la barca. Por fin llegamos a la ciudad de Belice.


Fuimos a un hotel para pasar la noche a resguardo, pero allí nos dijeron que cerraban a causa del huracán. Nos dieron la dirección de un alojamiento estilo beliceño y ahí nos quedamos. Nos encargaron la cena pues llevábamos todo el día sin comer. Allí conocimos a dos tipos muy diferentes: Karl, un inglés afincado en Noruega y Wayne, un neoyorquino que vivía en Río de Janeiro.

Aquella noche, no dejamos de escuchar las noticias sobre el huracán. Fue entonces cuando nos dimos cuenta de lo que se avecinaba. El tiempo continuaba empeorando y debíamos dejar el hotel sin demora pues éste se encontraba a cincuenta metros del mar y era peligroso quedarnos allí.

Kart pasó la mañana intentando conseguir un taxi. Finalmente partimos en coche hacia el aeropuerto. Al grupo se añadió una americana muy asustada que acabó contagiándonos su inseguridad y que finalmente, logró tomar un vuelo de emergencia para mujeres y niños. Los demás tuvimos que quedarnos en tierra. Nos sentíamos impotentes pues todos los demás vuelos fueron anulados. ¿Qué podíamos hacer?¿Nos íbamos tierra adentro, o nos quedábamos en el aeropuerto esperando a que saliera algún avión, con el riesgo de que nos pillara el huracán? Finalmente, nos quedamos en un hotel cercano al aeropuerto, que a pesar de estar inacabado, sin techo y sin inaugurar, nos aseguraron ser un edificio seguro.

A medida que contemplaba a los obreros clavando maderas en las ventanas de todas las habitaciones, organizábamos los turnos de comida racionando lo que quedaba, y mas tarde, cuando partimos en busca de algunas provisiones, vi con claridad que la vida es frágil, que hoy nos encontramos en este mundo, pero en un instante podemos desaparecer como volutas de humo que se esfuman en el aire sin dejar rastro… Es curioso como el acto de viajar y de enfrentarte a situaciones inesperadas obra el milagro de dejarte ver, con lucidez, cosas que en nuestro entorno cotidiano nunca reflexionamos.

Durante dos días la lluvia fue nuestra compañera. A veces caminábamos hacia el aeropuerto para ver que sucedía por allí. Gentes asustadas yacían sobre colchones en el suelo por lo precario de las casas beliceñas y por el alto índice de criminalidad de la capital. En la ciudad de Belice ya habían comenzado a saquear tiendas y viviendas, haciendo de la ciudad un lugar más peligroso de lo que es habitualmente, pero nosotros, ilusamente, nos sentíamos “a salvo” en aquel edificio inacabado.


Nos reuníamos a menudo para oír las noticias del huracán hasta que la televisión dejó de funcionar y seguimos en contacto con la radio, pero las versiones eran dispares según los canales español o inglés. Llegó un momento en que los beliceños colocaron una gran cruz en la recepción del hotel y empezaron a rezar cada noche frente a ella cantando gospel.

El ron que compartíamos después de cenar, con la música gospel como sonido de fondo, era lo único que lograba endulzar los amargos ratos del día. Pasamos veladas inolvidables, hablando de nuestras vidas, riéndonos con bromas improvisadas, impulsados a quitar hierro al asunto. Una de aquellas noches la radio dejó de funcionar, nos encontramos en un oasis de silencio, solo interrumpido por el sonidos de nuestras propias voces y el golpeteo de la lluvia contra las ventanas. De no ser por la amenaza real que nos atenazaba, habría reservado aquellas noches en la memoria de mis momentos inolvidables.

Gentes de todas culturas y razas componían nuestro pequeño mapamundi en aquella cárcel-oasis temporal: americanos prepotentes, tipos con pinta de mafiosos, hombres de negocios, beliceños adinerados, y algún que otro viajero europeo… Hoy, desde la perspectiva que me confiere el tiempo y la seguridad de mi hogar, puedo decir que casi me dio pena abandonar aquel lugar cuando por fin pudimos salir de Belice a bordo de un avión. A pesar del poco tiempo compartido con nuestros amigos, sentimos que nos separábamos de unos miembros de nuestra familia y aún conservo el olor de la colonia de Kart, su porte endomingado con aquel traje de ejecutivo, y su rostro resplandeciente. Grité como una niña su nombre al darle el último adiós.

La pesadilla había terminado para nosotros aunque no para las miles de víctimas del huracán Mitch que perecieron en los países por los que desfiló como una gigantesca guadaña.

A pesar de aquellos días de preocupación y temor, de dudas, de reflexiones, de convivencia con desconocidos, de comidas racionadas, de lluvia incesante, de saqueos, de incomunicación con el mundo exterior, me queda el sabor del cariño de las personas que conocí, de la camaradería, y de lo importante que es poder compartir con personas, aunque sean extraños, los momentos difíciles. Me sentí extrañamente viva, protegida por una especie de pared mental que me protegió en todo momento y arropada por la gente que conocí, y eso, sin duda, me ayudó a afrontar el caos en medio de tanta incertidumbre. Salí de aquella experiencia feliz de haberla superado, pero sobre todo, me di cuenta de la fuerza que llevamos dentro y de lo importante que es aprender a reír, y agradecer el regalo de los compañeros en los momentos de adversidad, para ahuyentar el miedo.
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Nota posterior: Este relato se publicó en el 2010 tras presentarlo y quedar finalista en el II Concurso Nacional de Relatos de Mujeres Viajeras.  Desde aquí mi agradecimiento de nuevo a  Pilar Tejera por darme la posibilidad de ver plasmado en papel este relato vivido en primera persona.