Damasco era un centro importante de peregrinación, también para los chiítas y al visitar esta mañana la mezquita iraní (se encontraba a unos 10 km de la ciudad) nos dimos cuenta del fuerte arraigo a la religión.
Hombres y mujeres entraban por separado, veías a las personas concentradas en su intimidad llorando, implorando, lamentándose y me produjo un gran escalofrío en el cuerpo.
Incluso veía mujeres muy jóvenes, ellas tocaban la tumba de una niña que la consideraban sagrada pues con tres años de edad fue asesinada sesgándole la cabeza.
Ocurrió hace cientos de años y fue convertida en mártir. A día de hoy siguen implorándola, aunque su fe y convicción… me parecia exagerada.
En la zona de la cúpula central de la mezquita había otro grupo amplio de mujeres sentadas y aquí sí se mezclaban hombres y mujeres pero ellos estaban apartados de nosotras punto los hombres se golpeaban fuertemente el pecho con su puño, incluso lloraban, me encontraba en un mundo que apenas conocía pero que a la vez me inspiraba respeto.
Lo bueno de ir disfrazada de cabeza a pies me hizo pasar desapercibida y en silencio, podía observar y sentir emociones que me tocaban el alma.
De nuevo juntos, se nos acercó una mujer de 29 años de origen iraní para entablar conversación en inglés. Nuestra sorpresa aumentó cuando comenzó a explicarnos el por qué de su visita a Siria.
Había venido con su marido e hija de 2 años peregrinaje en autobús desde Irán. Viven en Tabriz y dentro de una semana estarán de vuelta a su país. El autobús dura casi 2 días, así que les espera una dura vuelta. Después de presentarnos al marido y a su hija intercambiamos opiniones y nos despedimos deseándoles un buen viaje de vuelta a Irán. La mezquita Zaida era preciosa.
Salimos contentos después de esta experiencia enriquecedora pero a la vez oprimente, volvimos a la ciudad con un taxi y nos fuimos a un restaurante ubicado en un palacio de los Omeya.
Volvimos a sentir el placer de la gastronomía que era muy mediterránea con toques exóticos de frutos secos y especias.